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Introduccion

Dra. Yolanda Escobar Álvarez

Coordinadora de la 2ª Edición del Manual SEOM de Cuidados Continuos

Médico Adjunto. Servicio de Oncología Médica

Hospital General Universitario Gregorio Marañón. Madrid

El cisplatino fue aprobado para su uso en el cáncer de testículo y ovario por la FDA en 1978. Por

esas fechas yo estaba estudiando la carrera de Medicina, de forma que, cuando me incorporé

como MIR, el producto era una novedad en España; por supuesto, no existían gran parte de los

actuales citostáticos y de los fármacos biológicos no se había oído hablar. La especialidad era

joven, los médicos residentes de Oncología Médica éramos pocos y la tarea por hacer, enorme.

Desde el principio fui consciente de que los fármacos eran eficaces para el tratamiento de muchos

tumores (el binomio cisplatino-cáncer de testículo era extraordinario por sus resultados) pero

sucedían cosas que, claramente, se nos escapaban de las manos.

Las nauseas y vómitos del propio cisplatino ocurrían muchas veces en la propia sala de

tratamiento, de forma incesante y violenta, produciendo en los pacientes un inevitable rechazo

a la quimioterapia. Para controlar esa emesis usábamos dosis altas de metoclopramida que, en

ocasiones, producían unas disquinesias musculares muy molestas.

Por supuesto, se respetaba la pauta de pre y posthidratación pero ¡qué poco sabíamos de los

mecanismos de la nefrotoxicidad y qué ajenos vivíamos al mundo hidroelectrolítico!

La mielotoxicidad de la quimioterapia nos preocupaba, y mucho, pero no se habían sintetizado los

factores estimulantes de colonias de granulocitos, de forma que la profilaxis de la neutropenia

no era factible y creo que, en muchas ocasiones, eso limitaba las dosis que utilizábamos. Por

supuesto, las trasfusiones ya se usaban pero los años 80 coincidieron con la aparición del SIDA

y los casos de contagio a través de sangre y hemoderivados. Los análogos de la eritropoyetina

aún no existían.

Y luegoestabael dolor de lospacientesoncológicos, al quehacíamospococaso. Nopreguntábamos

sistemáticamente por él, no lo evaluábamos y, realmente, no usábamos opioides, o apenas, para

tratarlo.

Los pacientes asumían los síntomas y las complicaciones como un peaje inevitable y nosotros

hacíamos lo mismo. Pero eso es el pasado.